UNA MUJER CUALQUIERA


UNA MUJER CUALQUIERA.

Es una tarde cualquiera de un día cualquiera. Una mujer vestida de negro pasea sola por las calles de un pueblo cualquiera. En las manos lleva un ramo de rosas y un rosario. Sus más de setenta años y esa artritis que no la deja en paz hace que camine despacio, arrastrando un poco los zapatos sobre el asfalto irregular de la calle. Ha paseado cientos, miles de veces por aquel lugar, cuando sus obligaciones domésticas se lo permitían y sobre todo desde que don Andrés, el médico, le recomendó caminar al menos una hora al día para ejercitar las piernas.

Han pasado dos meses desde que enterró a su marido y hoy finalmente ha querido visitar su tumba en el cementerio. Antes no se decidió a hacerlo porque se negaba a creer que se hubiera ido para siempre, es más, todavía no quiere aceptarlo. Se ha armado de valor y ha salido de casa para que sus dos hijas pudieran volver a la normalidad de sus propias vidas allá en la ciudad; siempre se había valido por sí misma y en esta ocasión tampoco quiere ser una carga para nadie, no faltaría más.

Sin embargo, la seguridad que mostró al salir de casa se quiebra un tanto cuando franquea la puerta del cementerio. Una suave brisa mueve los altos cipreses del camposanto, silencio. La grava del suelo suena mientras dirige sus pies lentamente al lugar a donde nunca quiso llegar. Y lo ve. Allí está la lápida que certifica que es cierto, que no ha sido un mal sueño:

Aquí descansa Mariano Hernández Lorca.

Tu esposa e hijas no te olvidan. D.E.P.

Mientras una lágrima cae por su ya ajado rostro, sujeta fuertemente el rosario y deposita el ramo de rosas sobre el frío mármol. No sabe qué hacer. Lo normal sería rezar por el alma de su marido, pero ella ya ha rezado lo suficiente durante estos dos meses como para salvar el alma de todos los difuntos del pueblo. Eso es lo que ha hecho: rezar y llorar, llorar y volver a rezar. Además, como buena creyente, sabe que su marido ya no está allí. En aquel trozo de tierra sólo queda el maltrecho cuerpo que la enfermedad se llevó por delante. De repente, cuando ya da media vuelta para volver a casa, algo en su interior la dice que, durante el resto de su vida, ése será el lugar en el que más cerca estará de su marido. Y lo comprende, y lo interioriza, y lo acepta como ha aceptado todo en su vida, con resignación y entereza. Por eso vuelve sus pasos hacia la tumba de su marido y comienza a hablar como si hablar con un muerto fuese lo más normal del mundo:

«No pensaba venir, Mariano, te digo la verdad. Ni traerte flores para que se marchiten sobre tu cuerpo, pero qué quieres que te diga. No sé qué hacer ni adónde ir. Desde que te marchaste tengo un vacio en la boca del estómago que nada puede llenar. Se me hace muy cuesta arriba cada día que me despierto y no te veo a mi lado. Estuvimos tantos años juntos que para mí ya eras como una parte más de mi cuerpo. Me siento como al que le cortan un brazo o una pierna y sigue sintiéndolos durante mucho tiempo aunque ya no los tenga. Que me acostumbré a ti, a tus cosas, a tus manías.

Y no es que fueras un buen marido que digamos, ni mucho menos: serio, seco, estirado, de pocas palabras…vamos que parecía que te lo debían y no te lo pagaban. En cuanto te hablaba más de un minuto seguido tu desconectabas y ya no me escuchabas, ¡a ver si te crees que soy tonta! . O cuando te pedía algo que me gustaba hacer y me soltabas aquello de «ya veremos, ya veremos». Hay que ver lo que te costaba hacerme un poquito feliz, Mariano, como si te estuviera pidiendo el oro y el moro. Y todo el día trabajando en casa para ti y para nuestras hijas: que si hacer comida, que si lavar o coser la ropa, que si echar al ganado, que si ayudarte en la era…y tu nada, ni un «gracias mujer», ni un «qué bueno te ha quedado este guiso», ni un halago, ni agarrarme de la mano cuando íbamos a la iglesia o al baile, ni una caricia… bueno, ésa es otra, menos cuando a ti te interesaba, claro, que bien meloso te ponías algunas noches que parecías un pulpo debajo de las sábanas. Y luego, nada, te dabas media vuelta y a roncar como un bendito, ¡por Dios!, que no me dejabas pegar ojo. No te enfades, Mariano, que no te lo digo por malas, es que me fastidia todo lo que pudimos hacer y no hicimos, que viviéramos cincuenta años juntos y jamás te sinceraras conmigo ni habláramos de nuestros propios sentimientos. La vida se nos llevó por delante y ya no hay remedio. Tú ahí para siempre y yo sola hasta que me muera, con mis dolores, con mis recuerdos, mi soledad, sí, mi soledad Mariano, una soledad que se te mete hasta los tuétanos, y te ahoga, y no te deja respirar. No puedo vivir sin tenerte a mi lado, verte, sentir tu aliento durante las largas noches de invierno y agarrarme a tu cintura cuando tú ya estabas dormido…»

Cada día a partir de entonces y durante muchos años, una mujer cualquiera de un pueblo cualquiera cruzó las puertas de un cementerio cualquiera para dirigirse a la tumba de su marido y hablar con él durante horas. Algunas mujeres del pueblo pensaron que estaba loca de atar. Otras muchas jamás se atrevieron a sentir por ella más que comprensión y respeto.

Este texto es un pequeño homenaje a las mujeres de una generación. Ellas saben muy bien a quiénes me refiero.

EL PÁNCARO.

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