Los árboles son otros celosos guardianes de la selva y juegan con el intruso al escondite y a cada paso te van poniendo zancadillas con sus raíces. Si logras regatearlo, de nada sirve, porque al poner sobre ellos el pié, es definitiva, por su lubricación, la caída. Al buscar en ellos apoyo, tu mano encuentra en unos afiladas espinas, en otros vida inquilina en mil formas agresiva, como las hormigas que habitan tras la fina piel del palosanto que al menor roce de la mano, salen por miles a eliminar al intruso, dejando de él no más los huesos si el apoyo perdura.
Los palos, hasta muertos, son peligrosos en tu camino. Son las trampas que a sí mismo se fabrican los colonos al matar tanta vida. Los tocones o ramas afiladas de los árboles, cañas de bambú o kápiro, son peligrosísimos si pierdes el equilibrio y caes sobre cualquiera de estas estacas afiladas. Con facilidad quedas en ellas cual pincho moruno.
Otras veces no ves peligro en tu avanzada y de pronto, desapareces literalmente del camino. Caes en hoyos profundos y si tienes la suerte de no quebrar ningún hueso, tienes que ir rezando a medida que vas cayendo, para que en el fondo de la guarida no encuentres ningún inquilino que estará bien enojado por tu inoportuna intromisión.
Por entre los árboles se requiebran las cañas, enredaderas, lianas, follajes y hasta plantas carnívoras y las que buscan tu sangre. No es recomendable aventurarte en esta selva sin cargar tu machete que irás usando a cada paso asesinando apéndices que te saludan con roce criminal.
Otra planta que deja cicatriz, más que huella, es la Imuire o «corta – corta», que además se camufla de inofensiva. Es el más fino bisturí que imaginarse pueda y aparece de improviso en tu camino. Cual oja de afeitar pasa por tu piel y acto seguido sientes la humedad de tu propia sangre que traza una línea finísima allá donde ella te besó. Si cometes el error de agarrarla, la huella, a medida que es más fuerte tu presión, es más profunda la rajadura.
R.A.I.