JUAN RAMÓN JIMÉNEZ.
«Y en el espacio de aquel hueco inmenso y mudo, Dios y yo éramos dos«.
Juan Ramón Jiménez nació en Moguer (Huelva) el 23 de diciembre de 1881, cerca de las minas de cobre de Río Tinto y de las marismas del Guadalquivir. Fue el máximo exponente del modernismo lírico en España, junto a los hermanos Machado; el maestro de las jóvenes vanguardias de los años veinte y treinta del siglo XX, y un poeta postmoderno insuperable de los años cincuenta.
Su inocencia y espiritualidad, la capacidad para captar detalles que a la mayoría pasaban desapercibidos le hacía sufrir más que otras personas; la muerte de su padre cuando Juan Ramón tenía 19 años le sobrecogió y llenó de ansiedad hasta tal punto, que tuvo que ser ingresado en un hospital psiquiátrico durante varios meses. A partir de entonces sintió pavor a la muerte y siempre quiso vivir cerca de un médico.
Empezó a escribir poemas a los quince años, siguiendo la senda de los escritores más influyentes de su tiempo: Rubén Darío, Valle-Inclán, Unamuno, Manuel y Antonio Machado, Pío Baroja, Azorín…Estuvo muy influenciado por el «krausismo», corriente muy en boga en la época que pregonaba una dedicación completa a vivir y trabajar dentro de unas altos principios éticos y estéticos. Fue una persona muy exigente consigo mismo y para con los demás. Aquellos años de juventud pasaron entre Moguer, Sevilla, Francia y Madrid, adquiriendo una sólida formación para su futura obra literaria; por eso y para eso trabajaba sin descanso. La poesía era su forma natural de vida y los poemas fluían de su pluma con una facilidad inusitada. De sus libros de juventud destacan «Ninfeas», «Almas de violeta», «Rimas», «Arias tristes» y «Jardines lejanos», todos ellos dominados por la sensualidad, espiritualidad y anhelo de perfección.
Entre los años 1905 y 1911 permaneció en Moguer, y allí escribió «Platero y yo», el texto con el que obtuvo fama inmediata, ya que se tradujo rápidamente a treinta idiomas. Su pueblo y sus gentes son los protagonistas de esta obra, se concentra en las cosas sencillas que lo rodean y ahonda en ellas hasta encontrar lo esencial de las mismas. En 1911 marcha a Madrid para conocer las ideas y a los poetas importantes de aquel momento. Allí conoce a la que luego sería su mujer, Zenobia Campubrí Aymar, hija de una ingeniero español y de madre puertorriqueña. Sus viajes, su preparación y sus estudios atraen desde el principio al poeta onubense, a pesar de que era completamente opuesta a él: práctica, resuelta y decidida. Se casaron en Nueva York el 2 de marzo de 1916.
Empezada la Guerra Civil, fue amenazado varias veces y llegó a temer por su vida, por lo que en agosto de 1936 consiguió un pasaporte diplomático y marchó con su mujer a Estados Unidos como embajador cultural de España. Los siguientes veinte años vivieron en Cuba, Estados Unidos y Puerto Rico y ya no regresaron a España. Nunca logró superar su condición de exiliado y su estado de ánimo apenas le permitía trabajar. A Juan Ramón Jiménez, al igual que Unamuno, le dolía España y la llevaba en el corazón.
La última parte de su obra comienza a ser autobiográfica, hablando abiertamente de su vida personal, de sus amistades y de sus enemigos. De esta época son sus poemas «Tiempo» y «Espacio», un diario espiritual y un intento de explorar la relación del hombre con el universo. La búsqueda de Dios se convertirá en un anhelo constante.
El 25 de octubre de 1956, tres días antes de la muerte de Zenobia , le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Poco después murió, el 29 de mayo de 1958. Los féretros de ambos fueron trasladados desde Puerto Rico al cementerio de Jesús de Moguer.
ESTOY TRISTE, Y MIS OJOS NO LLORAN
Estoy triste, y mis ojos no lloran
y no quiero los besos de nadie;
mi mirada serena se pierde
en el fondo callado del parque.
si está oscura y lluviosa la tarde
y no vienen suspiros ni aromas
en las rondas tranquilas del aire?
Han sonado las horas dormidas;
está solo el inmenso paisaje;
ya se han ido los lentos rebaños;
flota el humo en los pobres hogares.
Al cerrar mi ventana a la sombra,
una estrena brilló en los cristales;
estoy triste, mis ojos no lloran,
¡ya no quiero los besos de nadie!
Soñaré con mi infancia: es la hora
de los niños dormidos; mi madre
me mecía en su tibio regazo,
al amor de sus ojos radiantes;
y al vibrar la amorosa campana
de la ermita perdida en el valle,
se entreabrían mis ojos rendidos
al misterio sin luz de la tarde…
ha sonado en la paz de los aires;
sus cadencias dan llanto a estos ojos
que no quieren los besos de nadie.
¡Que mis lágrimas corran! Ya hay flores,
ya hay fragancias y cantos; si alguien
ha soñado en mis besos, que venga
de su plácido ensueño a besarme.
Y mis lágrimas corren… No vienen…
¿Quién irá por el triste paisaje?
Sólo suena en el largo silencio
la campana que tocan los ángeles.