"Yo te agradezco, almendro en flor de mi infancia, que fueses para mí escuela y maestro, compañero y testigo de juegos y de esfuerzos" (Quintín García González)

UN REMANSO DE PAZ TRAS UNA AGITADA SEMANA


«Yo te agradezco, almendro en flor de mi infancia, que fueses para mí escuela y maestro, compañero y testigo de juegos y de esfuerzos» (Quintín García González)

Florecen los almendros. La primavera está a la vuelta de la esquina y nos invita a ver las cosas con optimismo; vuelve la policromía y la luz a nuestros campos. Es el momento apropiado para compartir con todos vosotros varios artículos que nos envía Quintín García sobre el almendro y su flor que llena de colorido los campos de nuestras tierras anunciando la llegada del buen tiempo.

Hoy ponemos en portada el primero de ellos. Los cinco restantes los reservamos para publicarlos a lo largo de la primavera. Mejor saborearlos uno a uno con calma y detenimiento. Disfrutad de la lectura del primero.

El almendro en flor, huésped de mis recuerdos

Silencio y quietud en la quebrada geografía fronteriza. Un sol radiante penetra de claridades las tierras y los pueblos pintados de adobe pardo y de pizarra. Se acaba febrero y los vientos que juegan a peinar las cimas se han ido haciendo al paso de los días más callados y benignos. La planicie que viene de la larga estepa castellana se quiebra en breves ribazos formando pequeños valles y ligeras cárcavas por donde irrumpen, arrasadoras y aullantes, las aguas achocolatadas de las temidas tormentas del verano. Largos jirones de tierra enrojecida, ayer estrenada para la inminente sementera, contrastan ya con el tierno verdor, apenas dibujado, del trigo recién nacido y adormilado por las continuas heladas del invierno. Los álamos escasos y los viejos olmos que cubren las torrenteras siguen aletargados y desnudos cumpliendo la inexorable ley del silencio invernal.
En las linderas que separan unas tierras de otras y sobre los lomos ondulados de los altozanos ha estallado la primavera en una orgía vegetal de flores albimoradas. Un año más, un siglo más, ha florecido el almendro. Sus ramas leñosas, ayer esqueleto tiznado de fuegos invisibles, son hoy como una bandada de jilgueros multicolores que vuelven de largas singladuras. El grito secular del almendro florido se va extendiendo por toda la llanura para convocar con un sordo clamor a tierras y alamedas, a hombres y animales, a un parto nuevo de frutos satisfechos. Sus flores de blanca espuma son clarines que anuncian el cambio de tercio, el estreno de una cósmica función de teatro, el inicio esperanzado de una nueva estación, siempre igual y distinta. Castilla ha sido redimida del largo invierno.
El almendro en flor fue, en mi infancia, la primera experiencia estética y hechizada que recuerdo. Hoy, cuando salgo al campo y me encuentro una vez más el espectáculo florido de los ásperos y rudos almendros, inevitablemente la memoria se me escapa a mis años de chaval. A aquellas claras mañanas, vestido con un viejo abrigo zurcido de remiendos, con las manos ateridas de recoger sarmientos de las vides que mi padre iba podando. Al rato, los dientes me castañeteaban de frío y mi padre me mandaba dar unas carreras para calentarme. Yo siempre escogía el recorrido de las lindes donde estaban plantados los almendros en una inocente visita de descubridor de olores y colores. Me paraba jadeante ante cada uno de ellos como extasiado por la brillantez de sus vestidos hasta llenar el alma de gozosas sensaciones infantiles. Fue entonces cuando empecé a sentirme actor y activo espectador en el grandioso escenario de la naturaleza. O aquellas tardes de jueves semifestivos, cuando el viejo maestro del pueblo decidía cambiar las somnolientas horas sujetos al pupitre chorreado de tintas azuladas por el aula al aire libre en los alrededores de la ermita del Cristo. Allí nos enseñaba a distinguir plantas y animales, a limpiar y cuidar los retoños de las acacias que cada uno habíamos sembrado al comenzar el curso. Al final siempre jugábamos «al cinto». Juego cruel y despiadado donde los torpes de la clase, normalmente más avispados para las habilidades de la supervivencia, solían tomarse venganza en forma de rabiosos cintarazos sobre los más aplicados en la tabla de multiplicar. Más de uno íbamos a llorar los escozores del cinto restregando las nalgas doloridas en cualquiera de los rugosos troncos de los almendros que bordeaban la explanada de la ermita.
Con sus pétalos de seda hacíamos un extraño ungüento que aplicábamos a las partes doloridas por los zurriagazos. Entonces, años cincuenta, los viejos métodos pedagógicos de la escuela no incluían la formación de la sensibilidad artística de los niños. A nosotros no nos enseñaron a modelar objetos en estos modernos talleres fabriles de manualidades. Pero las condiciones de vida, la ausencia de juguetes y televisiones, la necesaria participación en las tareas del campo, nos arrojaban cada día a esa fértil aventura de descubrir la naturaleza, de llenar los ojos de horizontes y el alma de sensaciones. Hoy, incluso en nuestros pueblos, cada vez más invadidos de costumbres y maneras urbanas, los niños sufren un excesivo enclaustramiento de horas de escuela, actividades complementarias, concursos televisivos, muñecos articulados, publicidades bellamente capciosas. Alguien está interesado en enfrentar civilización , progreso, técnica, con el espontáneo y natural descubrimiento del agua, del sol y de los vientos. Saber de cosas es acumular conocimientos, coleccionar diplomas para defendernos en una sociedad de vendedores antes que sentir en las palmas de la mano y en las pupilas de nuestros ojos la tierra, el mar y el fuego. Algo profundo se va muriendo en el hombre moderno, ahíto de apremios, prisas y bellos objetos de mercado; huérfano de contemplación, de equilibrio y comunicación con todos los seres de su alrededor cósmico.
Yo te agradezco, almendro en flor de mi infancia, que fueses para mí escuela y maestro, compañero y testigo de juegos y de esfuerzos, belleza primordial en la que ensayé mis primeras emociones, diseño primitivo de armonías y perfumes, bajel multicolor de tierra adentro donde inicié mis viajes interiores, desde entonces huésped de mis recuerdos.

Quintín García González

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