Invierno en Sarajevo
Suenan limpios, originantes, los relojes caminando los últimos celajes del invierno. Al llegar las manecillas de hojalata al punto cero de la esfera restalla en las tubas del almendro el bramido de la savia que recorre sus venas despertando del largo silencio de las sombras. Inicia la rueda planetaria su andadura. La tibia luz de febrero se acuesta en las cuencas de sus ramas y diseña corolas con el nácar extraído de las entrañas milenarias de la tierra. Duendecillos diminutos, revestidos con disfraces de espuma, pueblan la piel de los almendros, tejen sonrisas blancas y moradas imitando el canto de los jilgueros. La brisa cabalga con las velas henchidas de aromas. Sobre los acantilados del Duero, donde el vértigo se escarpa en bucles verticales hacia el agua, hay un murmullo de clarines que anuncian los primeros compases del Allegro de La Primavera.
A miles de kilómetros, en la ribera del río Miljacka, al costado oriental de Sarajevo, los relojes giran desacompasados con los cangilones de las horas paralizados por el miedo. El huracán relincha de timbales amargos. Antes de la amanecida, los búhos de la noche han pasado en vuelos rasantes sobre los almendros y han dejado caer bombas salvajes de sus garras. Han quebrado los troncos. Las balas agujerearon la suave tersura de las flores. Sobre las tapias destripadas de las casas, con la luz fenecida cegándoles las crestas mancilladas, los gallos enmudecen de rabia. Las laderas se cubren la cara con un manto de niebla y de cenizas. Huyen dolidos los corderos. Las alas de los búhos, de fuego y napalm, han encasquillado el rotor planetario y gimen aún los violines los sombríos compases de El Invierno.
Es Marzo y hay bailes y danzas en las plazas de los pueblos de las Arribes. Pasa el vino de mano en mano entre las cuadrillas recostadas sobre las alfombras de pétalos desprendidos y limpia las gargantas para el canto y riega el vino las raíces ávidas del almendro. Las hormigas recorren laboriosas las ásperas estrías de los troncos en un sube y baja permanente buscando el dulzor de los turrones. Al sol del mediodía, sobre el hoyo abierto en la tierra rojiza, juegan los niños y plantan verdecidos retoños del almendro. Apelmazan la tierra con los pies. Al tiempo, brotará el milagro de una nueva vida recreado en el territorio amarillo del silencio. De nuevo se inicia el eterno retorno de las estaciones: semilla, árbol, flores y frutos; invierno, primavera, verano y otoño.
Mientras aquí, en los pardos ribazos castellanos, el Concierto de Vivaldi abre el telón de la Farsa, allí se escucha el fragor de tantanes belicosos, el eco de sones funerarios. Aún nieva en Sarajevo. Los ciervos caribús arrastran trineos entre lodazales de sangre camino de las rojas piras del holocausto. Otean los buitres los vientos de la carne putrefacta. El tic-tac del reloj, asfixiadas las manecillas en el cerco de hierro de los odios tribales, se ha parado en el invierno. Una lluvia ácida embarranca los caminos cuando anochece sobre los escaparates rotos. Cuelgan los pájaros de los árboles resecos con los ojos yertos de tristezas y los picos cerrados contra el suelo.
>Bajo las vigas frías de un refugio, a la luz de las velas, un niño de mirada huérfana siembra en una jardinera de cascotes asustadas semillas del almendro. Las violas detienen el aliento. Quizás mañana pueda amanecer La Primavera
Quintin Garcia