Besana Villoria – Revista digital Besana de Villoria

LOS CINCO HERMANOS Y UN BRASERO


Las Navidades de aquella época eran esperadas por todos los niños con impaciencia porque se solía hacer algo distinto al resto del año
Hace muchos años en un sencillo pueblo vivía una familia con cinco hijos, su casa no era pequeña pero sí humilde.

La madre les protegía muchísimo de los crudos inviernos que transcurrían en aquel pueblo ubicado en la fría Castilla, concretamente en una zona árida de la provincia de Salamanca.

Cuando llovía las calles se llenaba de charcos y el barro se mantenía durante varias semanas. Este pueblo al ser de terreno llano no tenía montes y la leña era muy escasa. Se cocinaba con paja de trigo, a veces con garrobaza, que daba más calor, y con la lumbre sobrante, después de cocinar, llenaban un brasero que ponían sobre una vieja caja de madera que había hecho el padre, el señor Lucio. El brasero sobre esta caja se colocaba cerca de una ventana que tenía siempre algún cristal roto sujeto con pegamento para que no se cayera.

Sentados los cinco hermanos se tapaban con una manta que también era vieja por si había algún descuido y se quemaba, pero como era vieja no importaba.

¿Sabéis lo que sí se quemaba muchas veces? su calzado, lo cual se notaba enseguida por el olor a goma de sus botas o sandalias.

La habitación donde estaba este brasero tenía dos alcobas, en alguna de las camas a veces había algún enfermo, con catarro, sarampión o dolor de tripa, que casi siempre se curaba con una tortilla francesa, un tazón de leche y aspirinas. Estando allí, se acompañaba al enfermo, jugando al parchís, al veo veo, haciendo los deberes o estudiando alguna lección de la enciclopedia Álvarez que usaban dos o tres hermanos. Lo más importante de aquella época era aprender el catecismo con preguntas y respuestas.

La hermana mayor, que entonces tenía unos 11 años, aprendía muy bien y le encantaba ir a la escuela, pero faltaba con frecuencia porque tenía que cuidar de sus hermanos cuando sus padres tenían otras ocupaciones. Cuidaba de ellos además de hacerse cargo de una tienda de ultramarinos que tenían los padres en la cual se vendía de casi todo lo que se consumía en aquella época. En un sitio muy reducido como era el portal de su casa habían construido un mostrador de madera, tenían una báscula con platillos y unas pesas doradas muy bonitas. Con el progreso adquirieron otra báscula con una aguja que tardaba en marcar el peso exacto porque se movía mucho. Se pesaba un sinfín de artículos, como cuarto kilo de azúcar o de arroz, una trucha de escabeche, que venía en cubetos de madera, el chocolate, que se vendía por onzas, el aceite, el vino y hasta la lejía, que se vendía con medida. Lo que más se vendía por las tardes, cuando las madres salían al sol, eran agujas e hilo porque la ropa de aquella época se cosía tanto que al final tenían más zurcidos que tela en sí. Estas madres se resguardaban tras una escalera de madera vieja que apoyaban en la pared con unas mantas echadas sobre ella cortando el aire, para poder aprovechar los últimos rayos de sol, hasta que los niños llegaban de la escuela, rezaban el Bendito, besaban la mano a todas las personas mayores y después se metían en casa para merendar y resguardarse de las frías tardes-noches.

Aunque os parezca mentira aquellos niños eran felices. No les faltaba que comer. De vez en cuando le quitaban a su madre algo de chocolate o las galletas María que también se vendían al peso. Lo que les gustaba muchísimo eran unos caramelos que se llamaban «lágrimas». Con todo esto y el trigo que cultivaba su padre tenían el pan asegurado, el cual compraban con una tarja en casa de la Señora Rosa.

Estos niños tenían otros niños como vecinos. Eran familias muy numerosas, con doce o más hermanos. Casi no tenían sitio en su casa para sentarse, comían de pie y pasaban la mayor parte del tiempo en la calle, pisando barro, casi desnudos y descalzos. Así jugaban y se divertían, mientras los cinco hermanos les observaban desde la vieja ventana y sentían una gran envidia de no poder hacer lo mismo que ellos, pero su madre jamás se lo permitió.

Las Navidades de aquella época eran esperadas por todos los niños con impaciencia porque se solía hacer algo distinto al resto del año.

Los cinco hermanos nos recuerdan que en su tienda el turrón también se vendía por medias tabletas, y su madre el día de Nochebuena ponía en la mesa todos los trozos que habían quedado de la venta. Había uno de cacahuete y junto a él las peladillas, el pan de higo, los capones que se hacían con las nueces y aquel gallo que criaba su madre en el corral. Cenaban opíparamente, tenían sus panderetas, cantaban villancicos hasta caerse de sueño, tanto que a los más pequeños los tenían que llevar a la cama porque se quedaban dormidos junto al brasero.

En estos días se soñaba despierto y casi siempre todo quedaba en eso en sueños imposibles por la escasez de todo.

Nos cuentan una triste anécdota: todos los años, cuando estos hermanos estaban cenando el día de Nochebuena, entraba alguien en casa porque la tienda no tenía horario, ni se cerraba la puerta. Como digo solía llegar una madre a solicitar media tableta de turrón fiada y que sus hijos notaran que era Nochebuena, porque lo que es comer no comerían mucho. La dueña de la tienda jamás se lo negó a nadie. Se llamaba Aquilina, una gran persona, muy querida por las gentes del pueblo. Y hasta mucho tiempo después los cinco hermanos no se dieron cuenta de su gran corazón y de lo mucho que les protegió.

Durante las Navidades los días más esperados por los cinco hermanos eran los Reyes Magos, pedían tantas cosas que al final se quedaban en casi nada. Lo que siempre les traían era una caja de jalea y, sobre todo, lo que necesitaban para ir a la escuela. Con qué ilusión volvían a clase después de esas fechas con su cabás y estuche nuevos y algunos lápices de colores. Lo que más molaba era cuando les echaban una pluma de pico cigüeña porque en esa época se escribía con pluma y tintero que daba muchos problemas porque se derramaba todos los días y luego la maestra, doña Encarna o doña Teresa, les hacían limpiar las mesas.

¿Sabéis lo que también llevaban a la escuela los días más fríos? una lata con un asa de alambre, porque los pies se quedaban tan fríos que les salían sabañones que picaban y dolían muchísimo.

Aunque han pasado muchos años la mayor de los cinco hermanos no ha dejado de recordar estos hechos en toda su vida. Y estas Navidades quiere compartir con todos vosotros estos recuerdos.

FELICES FIESTAS

Basi

MI SENTIR EN NAVIDAD

Ya brillan como cristales
las luces de la ciudad
de contradicciones llena
una año más Navidad.

Ojos que miran sin ver
las ramas de pino verde
metidos en una concha
huyendo de sonsonetes.

Una balada aprendida,
con hilos intermitentes
entonada con rutina
sin deseos convincentes.

Un chorro de pergaminos
van y vienen por el aire,
¿qué pasa durante el año?
silencio, hielo en la sangre.

Abundancia sin medida
llenarán nuestras cocinas
al sentarnos a la mesa
algunas sillas vacías.

Hielo en la noche cerrada
cayendo la tarde mansa
ruido de aire que adormece
entre músicas y brasas.

La noche se está cerrando
para que nadie la toque,
la calle queda desierta
nadie mira los faroles.

Cerramos nuestras persianas
también nuestros corazones
en la calle sueña alguien
con los altos corredores
sólo les queda por techo
la luz que dan los faroles.

Esta no es mi Navidad
de chimeneas chisporroteando,
por donde bajaba magia
se respiraba su encanto.

Las gloriosas Navidades
siguen aún en mis pupilas
las recordaré por siempre
son mi timón estos días.

Se van perdiendo raíces
con silencios ondulados,
nadie mate mi recuerdo
de blancor almidonado.

Una zambomba que suena
al son de los villancicos
panderetas, campanillas,
hoy, sin querer, seré niño.

Estrella guía el camino
que sea largo y tranquilo,
que el nuevo año nos traiga
valores que se han perdido.

Aunque yo pudiera verlo
después de mil años más
más verde y agrio sería
mi sentir en Navidad.

Basi Cascón

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