Un emotivo relato de Ágata Martín desde Santiago de Chile
Me despierto en la noche. Un tropel de lejanos recuerdos desvela mi sueño. Siento el profundo pesar instalado en las oscuras antesalas de la lejana infancia. Precisas imágenes grabadas para el recuerdo. Sin embargo, a pesar del tiempo y lejanía geográfica, no padezco la nostalgia del tiempo perdido. Más bien la inquietante necesidad de expiar la inmensa, profunda, ancestral y milenaria pena que los castellanos llevamos hondamente en nuestra alma.
No lo siento como algo personal. Es nuestra Historia milenaria y trágica. Una tierra desolada, abrasada y enfebrecida en su delirio. Un redondo horizonte de tierra y cielo fundido en un infinito beso.
Tierra plana y abierta de trapezoides mosaicos. Tapiz de hermosos colores que las estaciones nos regala con sus cambios. Rica tierra. El pan de España. Labrada y cosechada en extremas temperaturas por campesinos pobres . Hombres duros, nuestros padres que, resignados a su suerte, dejaron de llorar hace siglos, secando sus lágrimas en los desiertos internos de sus soledades.
Nosotros, aquellos lejanos niños que, en una noche desvelada despierta con la remembranza de la infancia, sabemos de los misterios que nuestra tierra de soledades guarda en sus entrañas.
No escribo estos sentimientos desde la nostalgia. Soy solo un punto referencial qué, alejada y ausente de mi natal tierra, descubro en mí, una vez más, el profundo sentir que desvela esta noche mis sueños.
Esta tierra, separada de sus almas por las nuevas generaciones que habitan el presente, quizá les cueste percibir el legado que dejaron nuestros ancestros. Con sus propias manos trabajaron y bañaron las besanas de los campos con el sudor de sus frentes. Hoy la tierra, son maquinas quien la trabaja. Sin embargo, el milenario paisaje sigue siendo el mismo. Una hermosa tierra que toca los sentidos con su infinito silencio.
Santiago de Chile 2002
Ágata Martín