Para mi madre y todas las madres del campo, que calladamente vivieron sus duras existencias
Cuando la madre despierta a la niña esa mañana helada de noviembre, siente que el estómago se le encoge. Por su cabeza oscuros pensamientos nublan su mente. La niña se arrebuja entre las sábanas calientes. Abraza su cuerpo en posición fetal para aliviar su desasosiego.
La niña tiene nueve años. En la liviandad de su corta existencia, siente que la vida le pesa. Vuelve a escuchar la impaciente voz de su madre para que se de prisa. Sale de la cama con una protesta que solo ella escucha y resignado suspiro. Sus pies descalzos pisan el frío suelo de cemento. Al vuelo coge sus heladas ropas que cuelgan sobre la silla y corre hasta la cocina para vestirse cerca de la lumbre. Su madre le tiene listo el tazón de leche con achicoria que toma con gusto untando un trozo de pan.
En ritual silencio, la niña entrelaza entre sus manos el rodillo que pondrá en su cabeza para sostener el barreño de ropa sucia.
Madre e hija salen de casa con el cristalino frío de la mañana que congela sus rostros y las rodillas desnudas de la niña. En el irregular suelo de tierra se evidencia los carámbanos, formados por las aguas vertidas a la calle. Enfilan en dirección al camino del Cementerio. Desde allí subirán hasta la loma, donde emerge el manantial de la Fuente del Moral.
La belleza escarchada de los campos acoge esta silenciosa y helada soledad. También los pensamientos de la niña y la madre. En esta dura tierra las palabras sobran. Y los sentimientos se silencian para fundirse cómplices con la naturaleza.
Madre e hija son las primeras en llegar a la Fuente del Moral. A la madre le gusta llegar antes que nadie y poder escoger, en la cóncava loma donde surge el manantial, el mejor lugar que les proteja de las corrientes frías. En un acto rutinario acomodan los barreños, lavaderos y tajuelas. Amontonan la ropa sucia en el suelo. Al lado dejan el barreño vacío donde irán metiendo la ropa enjabonada antes de ser definitivamente lavada.
La niña ayuda a su madre a extender por los prados la ropa lavada y enjabonada para que el sol blanquee la suciedad más resistente. Esto le gusta. Tiene la impresión de estar entregando al sol la cómplice tarea de blanquear la ropa. Alguna mujer le propone que cante una copla. Sin vergüenza, deja escuchar su voz con una canción de Marifé de Triana, cantante que junto a Concha Piquer, son sus preferidas y de su madre.
Arriba, en un cielo azul intenso, el sol proyecta sus directos rayos cuando la campana de la Iglesia toca llamando al Ángelus. Es la hora que las mujeres tienen que partir a sus casas para preparar la comida a sus familias. Niña y madre se quedan. Siempre se quedan. En un rato más la madre sacará la fiambrera con la rica tortilla de patata y algún trozo de chorizo que comerán sentadas en el prado. Un sonoro silencio vuelve al lugar y la agradable sensación de muda complicidad entre madre e hija.
La madre se queda rezagada un rato en el prado. La niña corretea entre los despojados chopos. Una y otra vez serpentea en pequeños saltos de orilla a orilla, la pequeña corriente que vuelve a correr limpia de jabón, por el pequeño surco cubierto de hierbajos. En primavera y verano, esta estrecha zanja se cubre de berros y los prados se llenan de voces de niños que vienen a cazar ranas y lanzar sus tirachinas a los pájaros que revolotean en la alameda y zarzamoras que habitan en el lugar.
Una tras otra, por la cuesta del camino, suben las mujeres que regresan para recoger las ropas que dejaron extendidas por los prados y matorrales. Las enjuagan del jabón y una vez escurridas las doblan acomodándolas en el barreño, para regresarse de nuevo a sus hogares. La madre ya está haciendo esta faena con la suya propia. Cuando termina, le ayuda a escurrir las sábanas, tensando de un extremo a otro y en dirección contraria para que suelte el agua. Después, antes que el sol pierda su fuerza y el frío se les eche encima, la extienden sobre los matorrales para que el viento y el sol la seque un poco.
El sol comienza a bajar por el horizonte. Es el momento de empezar a doblar la ropa y ordenarla en los barreños. La mayoría de las mujeres ya se han ido. Ellas también preparan la vuelta a casa. La niña siente una punzada en el estómago. Tiene que ser cerca de las cinco. Hora de la salida de la escuela. Tiene vergüenza de encontrarse con sus compañeras. Una pena honda se le va colando en el alma. Con el pasar de los años ha entendido este sentimiento humillado de su niñez, como el dolor de los pobres y sus carencias.
Ella sueña y eleva la mirada hacia el cielo añil que acoge sus deseos. La niña rompe el silencio poniendo voz a sus pensamientos.
Madre, cuando sea grande quiero tocar el cielo y brillar como el sol.
Para mi madre y todas las madres del campo, que calladamente vivieron sus duras existencias
Ágata Martín
Santiago de Chile. 2001