QUERIDO OTOÑO

I CONCURSO DE RELATOS DE OTOÑO. EDICIONES EMBRUJO.

Me encanta el otoño, es mi estación favorita.

Los días van decreciendo; ya se notan más oscuros y el tiempo varía cada día, bajan las temperaturas y llegan las lluvias.

Adoro esas tardes lluviosas que te quitan las ganas de salir de casa; donde se puede apreciar como cae la lluvia con sus cambios de intensidad. Puedo sentir una gran paz interior en esos momentos, como si se detuviera el tiempo, solo para mí.

Me encanta mirar a través del cristal mientras se puede sentir el intenso sabor de un chocolate caliente recién hecho al estilo tradicional. Al mismo tiempo me vienen recuerdos de cuando lo hacía mi abuela; era un placer verla armada con su cuchara de palo removiendo aquel manjar en su cazuela de porcelana al fuego lento de la lumbre.

También añoro los otoños de la infancia, donde no había pereza por salir a la calle a revolver aquellas largas alfombras formadas por hojas secas que cubrían los paseos y parques. Salíamos sin importar el frío que pudiéramos pasar. Recorríamos cada calle del pueblo arriba y abajo cada tarde. Hacíamos montañas de hojas secas para después atravesarlas corriendo desparramándolas todas de nuevo.

Cuando llegábamos del colegio buscando la merienda hacíamos rápidamente los deberes para salir a jugar. Si llovía esperábamos ansiosos a que nos dejaran salir con los paraguas, chubasqueros y botas de agua conscientes de que íbamos directos a saltar en todos los charcos que se cruzaran en nuestro camino. Pero al salir a la calle… ese olor a tierra húmeda, las hojas caídas al suelo y la hierba mojada se podía percibir a través de nuestras fosas nasales como el mejor de los perfumes.

Otra de las cosas que me gusta de dicha estación son las casetas con sus bidones llenos de carbón y brasas y los castañeros con sus amplias sonrisas, que esperan a grandes y pequeños para repartir sus cucuruchos de castañas asadas, aunque el frío les cale los huesos y de vez en cuando se tengan que acercar al calor del bidón.

¡Quién pudiera alcanzar en estos momentos algunos de aquellos cucuruchos de papel de periódico que albergaban las castañas asadas y humeantes que a su vez contrastaban su intenso calor con el frío de nuestros cuerpos en pleno mes de noviembre!

Luego venían los sagrados domingos que, aunque no hubiera deberes, tocaba ir a misa.

Pero después salíamos casi volando al kiosco a recargar con todo lo que se pudiera, dependiendo de la paga que tuviéramos, porque el domingo era lo que tenía de bueno, que los abuelos y algún tío generoso soltaba alguna que otra moneda para poder golosear.

Por otro lado, estaba mi madre, vigilando para que no nos lo gastásemos todo en chuches con una de sus frases de sabia “hijos, también hay que ahorrar”. ¡Ay! ¡Como temíamos esa frase!

Los padres, tíos y abuelos, a la salida de misa, se iban a tomar su vermut; los caballeros pedían en la barra y las damas esperaban su mosto con aceitunas y oreja haciendo corrillos en las mesas.

Después de recorrer todos los bares del pueblo, ¡quién tenía ganas de paella o ensaladilla, tostón o cabrito…! Pero de camino a casa aún quedaban ganas de pillar algún caramelo a escondidillas. Menos mal que mi madre estaba al acecho para que no me quedara sin ellos antes de ver la peli con mis amigas.   Y ella seguía con la segunda frase mágica de madres “como no llegues a comer todo lo que te ponga… tú y yo vamos a tener un disgusto” y después la tercera “si te comes todas las galguerías no te voy a dar más y luego miras a tus amigas”

Los domingos normalmente se iba comer a la casa de los abuelos. Poco después del postre de la abuela, que nadie se lo quería perder, solíamos quedar el grupito de amigas cada una con sus golosinas a ver alguna peli que pusieran en la televisión, o recurríamos a los olvidados videos VHS. ¡Cuántas alegrías nos daban aquellas cintas! Cada domingo elegíamos una casa para ir todas juntas a ver la peli. Resguardaditas del frío de la calle y algo muy importante … no manchar el vestido de los domingos.

Si llovía o hacía mucho frío nos quedábamos allí hasta la hora de cenar jugando al monopoli, las cartas o el parchís. Y si el tiempo atmosférico acompañaba, después de ver la peli en la casa de turno, dábamos un paseo recorriendo las calles del pueblo planificando la nueva semana y lo que haríamos en los recreos, que la mayoría de los días consistía en recoger las hojas secas de los árboles que no estuvieran mojadas para ponerlas entre medias de las hojas de los libros hasta terminar el curso o meterlas en sobres de colores con la fecha y guardarlas en el diario bajo llave o de recuerdo en alguna cajita de los secretos hasta otro otoño, o quizá más.

¡Ay, querido otoño… cuántos recuerdos me traes!

El otoño del siglo XXI es otro cantar.

Me pregunto cómo será este otoño 2020 tan peculiar.

Lourdes Hidalgo Briones

2020-11-23

 

 

 

 

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