En corto.✍️
Para muestra, un botón.
Tarde-la de ayer- de primavera por excelencia. Después de tanta lluvia, apetecía salir a disfrutar del sol, de la naturaleza, de esos campos que empiezan a mostrar su variada paleta de colores, un campo que vuelve a la vida después del letargo invernal.
Nos recordaba algo que escribimos y publicamos hace unos años:
«Este es nuestro mar:
En él no hay puertos, ni playas, ni islas ni atolones. Ni olas rompiendo en grises y sombríos malecones.
Tampoco barcos surcando sus azules aguas, ni gaviotas, ni ballenas, ni delfines, ni marejadillas ni marejadas.
Ni golfos, ni cabos, ni ensenadas.
En el conviven pinos, álamos, encinas y viñas, con maíces, patatas, trigos, centenos, girasoles, cebadas…
Y algún que otro olmo seco, al que el poeta inmortalizó en su postrera gloria quebrada.
Valle de las Villas, que se pone por montera:
al monte de Babilafuente, los oteros de Villoruela, y los tesos de la Horca y la Calera.»
De repente, la paleta de colores se convierte en fuente de malos olores. Olores que revelan la realidad del campo, de la primavera, de la sementera; necesarios, por otra parte, para fertilizar la tierra.
Sin querer, o queriendo, la dudas y la preguntas bullen en la cabeza. ¿Y si lo que está en proyecto se hace realidad? ¿Y si lo que ahora es puntual se convierte en perenne y real? Este, nuestro querido mar, ¿a qué olerá?
Urge meterse en casa y cerrar a cal y canto puertas y ventanas. Huele mal. Al cabo de un rato el agobio se hace palpar.
¿Lo podremos soportar?
Y tú, ¿Qué opinas?
Foto: Paquita González