Dice un antiguo proverbio que los que hablan mucho, no saben, y los que saben mucho, no hablan. Entre los unos y los otros supongo que estaremos el resto de las personas: los que no sabemos ni mucho ni poco y los que no hablamos ni mucho ni poco. En este término medio nos suele suceder que a veces nos pasamos y otras nos quedamos cortos.
Como buenos castellanos que somos, nuestro carácter seco, serio y frío nos lleva generalmente a ser poco expresivos, sobre todo cuando se nos conoce poco o no tenemos la suficiente confianza. La dureza y aridez de la meseta castellana ha forjado durante siglos en nosotros esta forma de ser y de sentir. Y es precisamente en lo de sentir, en expresar nuestros sentimientos, cuando nos quedamos bastante cortos.
Seguramente todos nos hemos arrepentido alguna vez de no haber dicho esto o aquello, que no haber pronunciado alguna palabra más que podría haber ayudado a otras personas o a nosotros mismos: amores, amigos, relaciones familiares…y pronto nos hemos dado cuenta de que el momento pasó y ya no es posible volver atrás. En algunas ocasiones esa oportunidad perdida nos puede martirizar durante el resto de nuestra vida, cuando esa persona ha desaparecido para siempre.
Puede que ni siquiera fueran necesarias las palabras. Hubiera bastado con un abrazo, una mano sobre el hombro, una caricia, un apretón de manos, un beso, la calidez de una sonrisa. Muchas relaciones de amigos, de familia, de pareja, han sucumbido por falta de comunicación, de afecto, de saber expresar lo que sentimos y transmitírselo a otras personas a las que apreciamos y queremos. Tal vez sea la vorágine diaria, el trabajo, que nos absorben completamente y nos impiden valorar lo realmente importante de nuestras vidas.
Voy a permitirme contar una anécdota de mi vida que no tiene la mayor importancia pero que siempre recordaré con cariño. Sucedió hace muchos años, cuando todavía existía el Servicio Militar y me encontraba a cientos de kilómetros de casa y rodeado de jóvenes tan perdidos y despistados como yo. Durante varios meses entablé una gran amistad con varios de ellos y poco a poco, el sufrimiento y la distancia ayudan, formamos un grupo de amigos.
Uno de ellos, asturiano y buena persona, recibió una noticia personal que le dejó totalmente hundido, hasta el punto que temí que hiciera alguna locura. Aquella noche a mi amigo le tocaba hacer una guardia nocturna en una oscura y alejada garita junto al mar. Como no me quitaba de la cabeza que estaría solo y con un fusil entre las manos, pedí al sargento de guardia que me dejara ir voluntario sin llamar mucho la atención. Aquella noche fue una de las más frías, oscuras y tristes que he pasado en mi vida, pero estuve junto a él y cuando amaneció volvimos juntos al cuartel.
Mi amigo el asturiano superó aquello y todo volvió a la normalidad. Algún tiempo después, un domingo, la pandilla decidió salir del cuartel a tomar unas copas. Yo me vi en un compromiso porque no tenía dinero y me daba vergüenza decirlo, por lo que les dije que no me apetecía, que se fueran sin mí. Mientras me entretenía colocando la ropa de mi taquilla hasta que se fueran, llegó por detrás mi amigo el asturiano y metió en el bolsillo de mi pantalón un billete de cinco mil pesetas mientras me decía: «anda, cámbiate que me tienes que invitar a una copa». Cuando le devolví el dinero y le di las gracias me dijo: «tú has hecho por mí mucho más que eso».
Todavía tengo un amigo en Asturias, no importa lo poco que le vea ni el tiempo que tardamos en llamarnos. Es como si lo hubiéramos hecho ayer.
Por eso no debemos guardarnos lo que llevamos dentro, lo que sentimos, lo que queremos. Puede que mañana sea tarde, demasiado tarde. Hoy estamos aquí y mañana ya no estaremos. Siempre es mejor ver la cara de la persona a la que quieres cuando la entregas un ramo de flores que depositar ese mismo ramo encima de una fría lápida.
EL PÁNCARO.